El cielo se abría sobre el páramo. Era una llanura invertida plateada, como las plumas de alguna gaviota, y hay todavía quien cree que si se mira hacia esos cielos mucho tiempo, las nubes absorben el alma y el cuerpo se convierte en cardal.
La falta de sombras escondía al escritor, que avanzaba por el camino esbozado entre el pastizal con pereza y pesadumbre. Cada cuento del lugar que le contaban acrecentaba en él una sensación muy extraña. Le era totalmente desconocida, nunca había sentido algo así… como si de repente su conciencia hubiera presentido algo, algo que él jamás podría sentir claramente como para poner en palabras.
Sobre su cabeza se extendían las nubes lánguidamente, luminosísimas. Casi le dañaban los ojos, tenía que estarlos entornando, y el mundo chato por el que caminaba se unía a las voces de las historias que ondulaban en alguna caverna de su inconsciente. Y todo lo oprimía y lo liberaba, y Tomás se acordó de las leyendas de transformaciones de los nativos norteamericanos; donde el coyote coronaba los riscos y los niños entretejían atrapasueños.
En esta estepa suya el viento llevaba grabadas las voces de miles de pueblos de paso, y el coyote eran los zorros grises, corpulentos y sigilosos, que lo vigilaban todas las noches desde el pasto y las estrellas.